Barricada

William Grigsby: Los bienaventurados venceremos a Satanás

A lo largo de toda su historia, los propietarios del Vaticano –autoerigidos como «descendientes de Pedro» y «supremos pontífices» de la grey católica– han gobernado una cofradía de ladrones, promiscuos, negociantes, usureros y estafadores de fama mundial. Disfrazados cual espantapájaros con ridículas túnicas de todos los colores, con su calvicies disimuladas por sus mitras, bamboleándose por los pasillos de las cortes imperiales con el cuello encorvado por el peso de sus tantas miserias, se encargan de negociar –literalmente, en el sentido de negocios– con los más ricos de los mundos viejos y nuevos, múltiples favores en nombre del más allá a cambio de beneficios opulentos en el más acá.

Son pragmáticos: que los demás, los millones de auténticos creyentes católicos en su inmensa mayoría empobrecidos, se ocupen de purgar los pecados que los curas han inventado, que ellos –esos, los papas, sus compinches vaticanos y episcopales, y sus poderosos socios del dinero y la política– se encargan de disfrutar las mieles de las comodidades, los placeres carnales y la lujuria de los banquetes cotidianos.
Los vaticanos inventaron la peor explotación jamás creada: la de la espiritualidad, la de la fe, la de la devoción de todos aquellos que confían en el paraíso después del infierno a que los han sometido porque les han enseñado que solo los sumisos serán merecedores de semejante felicidad, que la pobreza es un don divino, que la ignorancia es una herencia sagrada. En nombre de esa fe, llenaron las arcas de sus palacios de Roma, en donde profanan y pisotean la memoria de los fundadores del cristianismo que en las catacumbas del imperio romano construyeron la más formidable resistencia a la opresión de los despiadados prefectos, guardias y emperadores romanos. Ellos, los vaticanos, aprovechando la fe de los católicos, se convirtieron en los más grandes terratenientes de toda la historia tanto en Nuestramérica como en el anciano continente.

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En nombre de la devoción a Cristo condujeron a millones de empobrecidos y analfabetos de todas las tribus europeas a morir y matar en las carnicerías que ejecutaron en ocho cruzadas contra los «impíos», y a destrozar pueblos, ciudades, culturas y naciones enteras del medio oriente, incluyendo las tierras palestinas donde predicó Jesús.

En nombre de la espiritualidad, elemento imprescindible que distingue a los seres humanos de otros seres vivos, han despojado al evangelio de su esencia de amor sin distinciones: la religión vaticana ha obligado a los católicos a fijar un precio (en dólar, oro, litio, propiedades, lo mismo da) a cambio del perdón de sus «pecados», como lo han hecho desde siempre. Por eso fue que Martín Lutero se rebeló contra la vergonzosa venta de indulgencias, contra la prohibición a los plebeyos que leyeran la Biblia porque eso era un asunto divino solo reservado a quienes los dueños de la religión decidían, contra la obscena riqueza en la que vivía la mafia vaticana.

Cada vez que les toca lavar la imagen de sus inmundicias, lejanas o actuales, se encargan de fingir milagros para designar santos, como hicieron con el polaco Wojtyla que sirvió de mampara al imperialismo norteamericano en la guerra mundial desatada en 1981 contra todos los pueblos que se rebelaban contra su dominio colonial. En Polonia lo saben, aunque prefieran no repetirlo: además de instrumento imperialista, el que escogió como apodo Juan Pablo Segundo se encargó de encubrir a decenas de sacerdotes pedófilos que durante décadas abusaron de niños, niñas, adolescentes y hasta religiosas. ¿Sería acaso porque escondiendo a los otros se tapaba a sí mismo?

Nosotros, los patriotas nicaragüenses, sufrimos en carne propia mucho más que la grosería, el desdén y el desprecio del santo de mentira a las madres que le imploraron una oración por el alma de sus hijos asesinados por los soldados de Reagan. Nadie olvida aquella humillación pública de Wojtyla a aquellas mujeres agobiadas por el dolor y la impotencia, por mucho que haya sido ocultada por la maquinaria de propaganda vaticana e imperialista (que es lo mismo). Wojtyla patrocinó, encubrió y bendijo a las armas yanquis, al dinero yanqui y a los mercenarios yanquis que desangraron al pueblo y destrozaron la Patria durante diez años de guerra sin cuartel. ¿Cuántas vidas se habrían salvado si el jefe de la banda vaticana hubiese tenido el mínimo sentido de la decencia y se hubiera sumado al clamor por la paz del pueblo nicaragüense?

Los padrinos de asesinos y sicópatas
Lo mismo hizo la pandilla vaticana cuando designó santo a Eugenio Pacelli, alias Pío Doce, el vergonzante y vergonzoso nazi que antes de ser el jefe vaticano, en 1933, se encargó personalmente de negociar con Hitler, uno de los peores criminales del capitalismo en el siglo veinte, el infame acuerdo político («concordato», le llaman) mediante el cual los nazis tuvieron vía libre para hacerse del poder e iniciar el genocidio contra los minusválidos, los dementes, los demócratas, los comunistas, los socialistas, los judíos y todos aquellos que se oponían a la tiranía, incluyendo a algunos ingenuos sacerdotes que pagaron con su vida la osadía de desobedecer a su jefe.

El historiador John Cornwell afirma que el entonces cardenal Pacelli firmó el acuerdo para garantizar los derechos vaticanos (sus propiedades y su capacidad de recolectar dinero) en Alemania, a cambio de que los obispos y curas prometieran lealtad a Hitler y de que los clérigos se abstuvieran de intervenir en política interna. «Negoció este acuerdo cara a cara con Hitler, con escasa inclusión de los obispos alemanes y del Partido del Centro Católico», asegura el historiador. Gracias a sus negocios con Hitler, Pacelli se ganó el favor de sus secuaces cardenales y se hizo del trono vaticano entre 1939 y 1958.

Hitler también compró el silencio de Pacelli ya ungido como papa. Por eso ignoró el exterminio sistemático de judíos en Polonia, sin importar las súplicas del cardenal August Hlond (exiliado y luego detenido por los nazis) para que su jefe alzara su voz y le pidiera a su amigo Hitler que cesara el genocidio de los judíos. Carlo Falconi, en su libro «El Silencio de Pío XII«, publica las cartas de Pacelli al cardenal Hlond que demuestran que el monarca vaticano tenía perfecto conocimiento de la situación.

El intercambio de favores con los nazis tuvo dos antecedentes igual de nefastos: en 1925 se asoció contra la dictadura que oprimía Polonia y en 1929, con la Italia fascista del «duce» Benito Mussolini. Tan fuerte fue la sociedad que forjó con los fascistas italianos, que aún hoy perdura pues entre otras razones es gracias a la poderosa influencia ideológica de los curas y obispos italianos que el hombre que asesinó a miles de seres humanos todavía goza de «buena reputación» en un significativo segmento del pueblo italiano. Según el historiador Francesco Filippi, Mussolini encabezó «el régimen más sanguinario de la historia de Italia». Claro, lo hizo con la bendición vaticana.

Y luego Pacelli hizo el mismo acuerdo político con el sicópata Francisco Franco, que en nombre de Dios, de la santa iglesia católica, apostólica y romana, respaldado por casi todos los cardenales, obispos y curas españoles, y financiado por los banqueros ingleses y franceses, se encargó de derrocar en 1936 al legítimo gobierno democrático de la Segunda República, tras lo cual se desató una guerra civil que cobró la vida de medio millón de españoles, incluyendo 200 mil asesinados a sangre fría por las huestes franquistas. Todavía hoy en día, después que en 1975 el genocida murió en su cama confesado, absuelto y bendecido por el jefe romano de turno en Madrid, siguen excavando fosas comunes con los restos de aquellos desgraciados, mientras los fundamentos del franquismo siguen incólumes, asumidos como propios por los dos partidos que se han turnado el gobierno en los últimos 48 años, y con el poder político y económico de los obispos vaticanos intacto, vigente, omnipresente.
Ese Pacelli que pactó con Hitler, Mussolini y Franco, los peores criminales europeos del siglo veinte, es el mismo que también autorizó a los obispos somocistas para que sepultaran con honores de príncipe de la iglesia católica el asesino de nuestro General Augusto C. Sandino y echó campanas al vuelo cuando el último marino yanqui en Nicaragua instauró una dictadura que costó la vida de más de 50 mil nicaragüenses.

Sangriento concubinato
La historia vaticana con Nicaragua es sangrienta. Por ejemplo, los jefes católicos callaron y hasta respaldaron a Pedro Joaquín Chamorro Alfaro (tenía que ser un Chamorro) cuando en 1877 promulgó una ley para despojar de sus tierras a los indígenas matagalpas y de otras zonas del país. Los curas pagaron caro su silencio ante la masacre de los indios: poco después, Chamorro les quitó todas las cofradías que administraban extensas propiedades de la iglesia católica que a su vez se las habían robado a los pueblos originarios en los siglos 17 y

  1. Mal paga el diablo a quien bien le sirve.

Unos cuantos meses después, el matrimonio entre la oligarquía de los timbucos granadinos y los curas vaticanos ya se había recompuesto al amparo del concordato firmado en Roma en 1861 con el gobierno de Tomás Martínez. Ese acuerdo político obligaba a los nicaragüenses a solo profesar la religión católica (estaban prohibidas las iglesias evangélicas). También declaró que «la enseñanza en las universidades, colegios, escuelas, y demás establecimientos de instrucción», debía ser «conforme a la doctrina de la misma religión católica»; los obispos tenían «derecho de censura respecto de los libros y publicaciones de cualquier naturaleza que tengan relación al dogma, a la disciplina de la Iglesia y a la moral pública»; el Gobierno de Nicaragua debía financiar los gastos del culto y del clero, y a cambio el Gobierno podría presentar candidatos para llenar cualquier vacante de la diócesis de Nicaragua; los obispos y demás eclesiásticos debían jurar obediencia al Gobierno de la República, etc. Hasta que la Revolución Liberal de 1893, encabezada por el General José Santos Zelaya, derogó aquel ignominioso pacto político.

El concubinato entre el poder político y eclesiástico tuvo una pausa durante los gobiernos de Zelaya hasta que los yanquis lo expulsaron del poder, ocuparon militarmente la Patria, instalaron a los conservadores en el gobierno, se adueñaron de las finanzas y las riquezas del país, asesinaron al General Benjamín Zeledón y sus valientes soldados, inventaron una nueva Constitución y proscribieron de la vida política a los liberales zelayistas.
Desde el clero, tan solo la voz de Simón Pereira, obispo de Nicaragua con sede en León, se alzó para denunciar dentro y fuera del país los crímenes yanquis. El disgusto de Pío Diez fue mayúsculo; en represalia por la osadía de enfrentarse a los yanquis, el obispo Pereira no pudo ser el primer arzobispo de Managua, entronizado en 1913, lo que por derecho le correspondía. En su lugar, el Vaticano nombró al político conservador, sacerdote y presidente de la asamblea constituyente creada por los yanquis, José Antonio Lezcano Ortega, el mismo que calló ante el magnicidio del General Sandino, que silenció los asesinatos de miles de campesinos de Las Segovias entre 1934 y 1937, que nunca se opuso a los golpes de estado de Somoza y la instauración de su brutal dictadura. El mismo cura que ofició el matrimonio de la hija del tirano. El mismo que gestionó el sepelio principesco del genocida, ajusticiado por el Héroe Nacional Rigoberto López Pérez.

Esencia vendepatria
Repasemos la actuación clerical en otros tres eventos de la funesta trayectoria del episcopado nacional: en la lucha por la independencia de la corona española, en la Guerra Nacional de 1855 a 1856 y la conducta vendepatria durante la última invasión militar yanqui a Nicaragua.
Durante los alzamientos de los criollos (hijos y nietos de los invasores españoles) que pujaban por la independencia de la corona, asfixiados por la carga impositiva, Nicolás García Jerez, el único obispo del país, con sede en León, conspiró y maniobró para impedir que la provincia de Centro América y especialmente Nicaragua, se desprendiera de la corona ibérica. Los clérigos tenían la mayor influencia en todas las zonas del país, gracias a su organización parroquial y a su ascendencia sobre el pueblo llano y esclavizado por terratenientes, comerciantes y caudillos. Hubo curas que se le rebelaron, encabezados por el primer sacerdote de origen indígena ordenado en 1814, el chinandegano Tomás Ruiz Romero, a quien García expulsó de la diócesis y lo obligó a exiliarse en México, en donde murió encarcelado. Corrieron similar suerte el franciscano Antonio Moñino y el mercedario Benito Miquelena. En cambio, un cura proveniente de las opulentas familias granadinas, José Antonio Chamorro (¡otro Chamorro, nada raro!), predicaba cada domingo contra los desobedientes: «Se deduce con toda evidencia que el pueblo insurrecto ha sido y es un traidor a Dios, a la Religión, al Rey y a la Patria», decía desde los púlpitos de las iglesias de Granada.

Entretanto, el monárquico García Jerez, respaldado por el papa Barnaba Chiaramonti, con el sobrenombre de Pío Séptimo (¡tenía que ser «pío»!) se consolidó como jefe clerical, jefe político y jefe militar de Nicaragua. Pero pese a todo, en 1821 los criollos y el pueblo lograron la independencia y entonces García Jerez promovió la anexión a México, pero también fue derrotado en 1823 y tuvo que huir a Guatemala en donde dos años más tarde murió olvidado y repudiado.

Treinta años después, durante la Guerra Nacional contra los filibusteros contratados por los calandracas leoneses, otro cura granadino predicó la traición. El 13 de octubre de 1855, William Walker ocupó Granada. Hubo misa solemne oficiada por el padre Agustín Vijil, y en su sermón, proclamó que William Walker era «el enviado de la providencia para curar heridas y reconciliar la familia nicaragüense que otros dividieron, porque ser el instrumento de la paz, lograr el fin de hostilidades tan crueles, es merecer el aprecio de esta tierra afligida por la peor de las desgracias: la guerra civil. Y entonces, cuando brille un nuevo sol, no sobre campos de muerte sino sobre tierras cultivadas, ni sobre ciudades en disputa sino en el mejor acuerdo, sosteniendo relaciones provechosas, el comercio extendido en la República, y el libre tránsito sin trabas, entonces podremos decir del General Walker que se presentó a nuestras playas en son de guerra, pero que al llegar a nosotros, movido de mejores impulsos, sintió la necesidad de cumplir nobles aspiraciones como elemento de civilización ante el caos de la guerra, trocándose de modo providencial en defensor de la tranquilidad, mediador en la disputa de los partidos, respetando la vida de los vencidos, la propiedad, la religión, la familia, como iris de concordia, ángel tutelar de la paz y estrella del norte de las aspiraciones de un pueblo atribulado». Nada que agregar frente a tan atroz homilía, dictada en nombre de Dios y de la iglesia católica apostólica y romana.

Contra Sandino y con los yanquis
Un tercer episodio lo cuenta con elocuencia en su libro «Junto a Sandino» el Capitán Gregorio Urbano Gilbert, Héroe del pueblo de República Dominicana, que luchó entre 1928 y 1929 en el Ejército Defensor de la Soberanía Nacional como Segundo Ayudante del Comando Supremo en Campaña. Afirma el Capitán Gilbert:

«Los púlpitos ya no eran las tribunas sagradas para inculcar en los feligreses las palabras santas sino que los habían convertido los sacerdotes en centros de propaganda a favor de la causa interventora, dándole al pueblo ideas tan execrables, como era la de admitir con gratitud la intervención de los norteamericanos en los asuntos nacionales, porque al decir de los sacerdotes, era un favor de Dios recibido por Nicaragua para su salvación.

«La Iglesia de Nicaragua le tenía tan grande encono a la causa al no «acogerse a los propósitos salvadores de los soldados norteamericanos» que monseñor Tigerín
(Agustín Nicolás Tijerino Loáisiga), obispo de León, ciudad la más grande de todas las de Nicaragua, solicitó y obtuvo la «gracia» de bendecir las armas de los interventores cuando estos salían a campaña para que atacaran a los «bandidos, obtuvieran el triunfo sobre sus enemigos y limpiaran la república de tan fea mácula como son esos degenerados que la infestan».

«Y no satisfecho el clero de tanta deslealtad para con la Patria, abusaba de la confianza y respeto que se le guarda al sacerdote, principalmente por el elemento campesino. Prestábanse muchas veces estos a salir con las columnas de los yanquis cuando tan odiados militares iban de campaña, para persuadir a los parientes de los patriotas a que sedujeran a estos a deponer todo encono contra las fuerzas intrusas y contra los viles de Moncada que los acompañaban, así como también para que los mismos alzados, por respeto a ellos, los sacerdotes, no se atrevieran a disparar contra los yanquis.

«Pero de esa manera, bendiciendo a los enemigos de la Patria y ensalzándolos, y maldiciendo a los que la defendían y pretendiendo denigrarlos, llorando por los norteamericanos caídos en la campaña y apenados por sus viudas y huérfanos, pidiéndoles a Dios acoja a los difuntos salvadores en lo mejor de su Gloria como premio a sus sacrificios por luchar y morir por la «paz y la libertad de Nicaragua», mientras vociferan clamando para que Satanás se comiera crudos a los muertos rebeldes no sea que se les escaparan de la sartén al perder tiempo friéndolos, y que Dios exterminara pronto a los vivos, no tomaban en cuenta los sacerdotes de los tantos sacrilegios que cometían sus bendecidos y defendidos militares rubios invasores, sacrilegios no solo cometidos en las aldeas y en los campos sin o hasta en las misma Managua, en donde los cementerios eran sus centros favoritos para celebrar sus bacanales y cuando el espíritu de Baco se les encendía rompían panteones, rompían imágenes sagradas y cruces, disparaban sus armas de fuego, derramaban el aguardiente por las tumbas y las utilizaban de lechos al satisfacer sus más groseros apetitos amorosos con las más depravadas de las mujeres, llegándose a tomar para lo mismo al propio panteón de San Pedro» (…).

«Todas las iglesias en las ciudades y ermitas en las aldeas y campos que incendiaron los soldados norteamericanos, todas las familias católicas, apostólicas y romanas de los campos norteños nicaragüenses que fueron ultimadas inmisericordemente por las espaldas a tiros de ametralladoras por los soldados rubios del norte, sin que cometieran esas familias ninguna falta a no ser falta que vivieran en lugares declarados zonas rebeldes por los intrusos de su Patria, todas esas cosas no tomaban en cuenta los levitas de Nicaragua, porque así era la ceguera que sufrían delante de los tantos hechos criminosos que cometían los políticos nativos y los soldados interventores, a favor de los cuales estaban incondicionalmente parcializados».

Relata el Capitán Urbano Gilbert que el clero de Nicaragua que se mostraba tan servil para con los yanquis, traidor y degenerado, que los escándalos de la iglesia repercutieron hasta en los propios oídos del papa Pío Once. «Tanto indignó el sumo pontífice al enterarse de tan grave falta del clero de Nicaragua que hubo de dirigirle una epístola en la que le reprendió con severidad semejante proceder, prohibiéndole lo siguiera practicando», agrega el Héroe dominicano.

Pancho, el nazi renovado, recargado y actualizado
Con una trayectoria tan abyecta –»hoja de vida», también le llaman– de la jerarquía católica y de sus jefes romanos en Nicaragua y contra Nicaragua, ¿alguien podría sorprenderse que fuese diferente el comportamiento de los inquisidores contemporáneos, se llamen como se llamen, en la era de las redes sociales y en el reino de los hipócritas y la doble moral?

Ningún Pancho por muy dueño del Vaticano que se crea o en efecto sea, jamás podrá emular vidas, ejemplos y obras de inigualable amor al próximo, de consecuencia cristiana prístina, como las de Óscar Arnulfo Romero, Sor Emilia Rachela, la hermana Maura Clarke, Gaspar García Laviana, Francisco Luis Espinoza, Luis Almendarez, Octavio José Calderón Padilla, José Arias Caldera, Nicolás Antonio Madrigal, Evaristo Bertrand, Fray Tomás Zavaleta, Chema Rodríguez, José de la Jara, Theo Klomberg, Miguel D’Escoto, entre muchos otros.

Jorge Bergolio es un claro ejemplo del carácter nazi, dictatorial, antidemocrático, racista, antipopular e hipócrita que ha caracterizado a la inmensa mayoría de los jerarcas vaticanos de los últimos cinco siglos. Quizá las únicas excepciones son Angelo Giuseppe Roncalli, conocido como Juan 23, y su sucesor Giovanni Montini, recordado como Pablo Sexto, artífices de la gran reforma católica del Concilio Vaticano Segundo. Pero aquella auténtica revolución iniciada por ambos quedó frustrada inicialmente por el asesinato nunca reconocido de Albino Luciani, que escogió el nombre de Juan Pablo Primero y duró en el cargo apenas 35 días, tiempo que sin embargo le aseguró un sitio preferencial entre los católicos por su sencillez y por aquella famosísima frase que le granjeó la enemistad mortal del entorno cardenalicio troglodita y machista: «Dios es Padre, y más aún, es madre». Algunos creen que fue su sentencia de muerte. Después llegó la feroz contrarreforma iniciada por Wojtyla (que duró en el cargo casi 17 años) acompañado por el alemán Joseph Ratzinger, que después sería su sucesor (otro papa vinculado directamente a los nazis y encubridor de pedófilos) y ahora por el jesuita argentino.

Pese a todos sus esfuerzos represivos, ayudados por la rendición de numerosos portavoces de aquel formidable movimiento iniciado entre 1960 y 1970, lo cierto es que la Teología de la Liberación hizo que el auténtico evangelio de Jesús, su prédica de amor sin condiciones para vencer la maldad, hizo que la esperanza encarnara en los corazones de los desposeídos para que pudieran liberarse del egoísmo, de la vanidad y de la soberbia que engendra la explotación de unos sobre otros. Gracias al Cristo Jesús y no a los usurpadores, son los empobrecidos los Bienaventurados que ven a Dios en su prójimo porque son limpios de corazón.

En cambio, el trío demoníaco ha enfilado como ratas detrás de la flauta de los poderosos a gran parte de los curas, obispos, nuncios, cardenales y toda la mafia que parasita la buena fe de los cristianos. La jerarquía vaticana en todo el mundo es hoy el principal operador de todas las políticas definidas por el imperialismo norteamericano en cada caso o país particular, o en la geopolítica planetaria. Hoy en día, los curas vaticanos y sus jefes son simples marionetas manejadas por los titiriteros de Washington y Londres, que se ufanan de su rol injerencista y guerrerista. ¡Qué vergüenza! Los fariseos que Jesús expulsó de sus templos seguro están complacidos con semejantes esperpentos y farsantes.

La dupla polaco-alemana y el jesuita argentino han hecho una alianza de sangre y sangrienta con los sucesivos gobiernos anglosajones de los Reagan, los Bush, los Clinton, los Obama, los Trump, los Biden, las Tatcher, los Blair, los Major y tuti cuanti de los títeres colocados en la Casa Blanca o en Downing Street, por los gánsteres dedicados a los negocios de fabricar y traficar armas; de producir y comerciar drogas; de secuestrar y esclavizar seres humanos; de explotar los más bajos instintos sexuales de consumidores embrutecidos; de los creadores de enfermedades para extraer fabulosas ganancias con reales o falsificados medicamentos; de la tecnología que confisca las libertades individuales, entre otras nauseabundas transacciones.

Bergolio no hizo ni siquiera una oración en su plaza imperial por la vida de más de 14 mil ciudadanos rusos en Donbass arrebatada por los soldados ucranazis con las armas suministradas por sus tutores yanquis y europeos. En cambio, convoca misas y contorsiona su rostro para que sus patrones se enteren que está conmovido porque Rusia sabe defenderse y la OTAN está perdiendo la guerra en Ucrania, vomita estiércol contra la Iglesia Ortodoxa Rusa y contra toda la cultura rusa, recibe con honores a los voceros de las hienas de Kiev, escupe veneno contra los martirizados por las catervas nazis armadas por la OTAN. Y todavía tiene el cinismo de autoproponerse como mediador para salvar el pellejo de sus amos.

Wojtyla y Ratzinger respaldaron con rezos, dinero y hechos las masacres de los pueblos de Haití, Siria, Irak, Afganistán y de los Balcanes; ambos siguieron el ejemplo de todos sus antecesores y también fueron cómplices de las masacres cotidianas de negros en Suráfrica y callaron mientras los patriotas como Nelson Mandela sufrían en las ergástulas del apartheid. Aprobaron en secreto los genocidios en Ruanda y el Congo, Chad, Mali, Nigeria, entre otros pueblos africanos. Esa herencia de silencios y complicidades fue asumida y ampliada por Bergolio cada vez que ignora o respalda las matanzas del pueblo libio, del pueblo palestino, del pueblo saharaui, del pueblo del Congo, del pueblo de Yemen, de los pueblos de Somalia, Eritrea y Etiopia, entre tantos otros.

Ahora, ante la masiva deserción de sus otrora incautos adeptos de Nuestramérica y el abandono de los templos de los robotizados europeos y estadounidenses, ante el fracaso estrepitoso de infiltrar las sociedades de mayorías musulmanes, hindúes y budistas, intenta encabezar la conquista del alma de África, la tumba del colonialismo europeo, para frenar la rebeldía de sus pueblos, extirpar sus legítimas aspiraciones de soberanía y autodeterminación, destruir sus culturas y su riqueza espiritual.

El macabro plan vaticano está calcado de la barbarie que los españoles y portugueses hicieron en Nuestramérica con la cruz y la espada. El propósito de Bergolio y su séquito es que una vez «apaciguados» y recolonizados los pueblos africanos, los potentados de Francia, Alemania, Holanda, Bélgica, Reino Unido, España, Francia y Estados Unidos, los socios del Vaticano protegidos por sus legiones militares, renueven el saqueo de las inmensas riquezas que todavía contienen sus inmensos territorios. Las migajas que recojan curas y obispos serán suficientes para mantener el amancebamiento con sus accionistas de todos los imperios.

Bergolio hacedor de contrarrevolución
Pero Pancho ha ido mucho más allá. Subrepticiamente, sigilosamente, sibilinamente, personalmente se encargó de articular la conspiración antipatriótica y contrarrevolucionaria en Bolivia, Venezuela, Cuba y, cómo no, en la Nicaragua Sandinista y Antiimperialista. Sí, ha sido así. Quienes hacían la distinción entre «algunos obispos», «algunos jerarcas», «algunos nuncios» y Pancho Bergolio con sus cortesanos vaticanos, estaban (y hay quienes todavía están) equivocados.
El dueño actual del Vaticano y todas sus riquezas «terrenales y pródigas», juzgador de «pecados» ajenos y encubridor de los propios, fue el autor intelectual de todo el involucramiento de la jerarquía católica en Bolivia, Venezuela, Cuba y Nicaragua para destruir los gobiernos populares y someterlos al dictado de Estados Unidos y sus colonias euroepas. Decía una cosa en público, hacía otra cosa en privado. Pedía la paz en sus sermones, organizaba la guerra desde los templos.

Las manos de Bergolio están tintas en sangre santa del pueblo nicaragüense. Lo decimos con propiedad: instigó los tranques, acuerpó a los francotiradores, bendijo a los asesinos de más de 250 nicaragüenses, protegió a los curas y obispos alcohólicos, pedófilos, corruptos y pistoleros que se encargaron de ejecutar el macabro plan somocista de 2018 con dinero del imperialismo yanqui; consagró las armas que sus acólitos ocultaron en sus templos de Masaya, La Trinidad, Estelí, Matagalpa, Managua, León, Granada, Jinotepe, Masaya, entre tantas otras ciudades nicaragüenses.

Jorge Bergolio será recordado como Pancho Lucifer o Paco Pistolas o Chico Yanqui, pero jamás como predicador del mensaje de Jesús ni mucho menos como ejemplo de cristianismo.
Es el gran estafador y traidor de la sagrada espiritualidad de los decenas de miles de leales devotos de la Virgen de Guadalupe, de la Purísima Concepción de María, de la Virgen del Trono, del Cristo Negro de Esquipulas, de Jesús del Rescate, de la Sangre de Cristo, de la Virgen de la Asunción, de la Virgen de la Merced, de San Sebastián, de San Jerónimo Doctor. Esos millones de creyentes mantienen intacta su fe porque saben que Jesucristo y su Madre son portadores de esperanza, de amor, de paz. En cambio, Bergolio es el instrumento de Lucifer para sembrar la desazón, el odio y la guerra.

Jamás en la historia de Nicaragua hubo un gobierno como el de Daniel y Rosario que hizo realidad la esencia del mensaje de Jesús: «amarás a tu prójimo como a ti mismo». A las pruebas nos remitimos: los pobres, los marginados de siempre, gozamos hoy de todos los derechos sociales que ningún gobierno precedente o del mundo viejo o de los hipócritas que dominan Argentina y otros países del cono sur ofrece a sus respectivos pueblos. Ninguno. Y a partir de nuestros derechos conquistados, los nicaragüenses gozamos de paz y defendemos la paz con uñas, dientes y lo que haga falta contra quien se interponga con el disfraz que quiera ponerse.

Aquí, en esta Nicaragua orgullosamente Libre,
Soberana, Independiente, Sandinista, Cristiana, Socialista, Antimperialista, Digna, hemos hecho realidad la prédica del Mártir del Gólgota: somos los bienaventurados.

Nuestro espíritu es rico en Patria y amor, y por eso construimos el Reino de los Cielos; los que lloran han sido y son consolados por su prójimo y su Gobierno; los que sufrieron bajo el somocismo, los yanquis y sus obispos cómplices, son hoy los herederos de la Patria; los que tuvieron hambre y sed de justicia, hoy están siendo saciados; los que han sido misericordiosos, hoy obtienen misericordia. Ellos, los nuestros, que son limpios de corazón, tienen la fe que verán a Dios. Ellos, los nuestros, que trabajan por la paz, son hijos de Dios; ellos, nosotros, que fuimos perseguidos por yanquis, guardias, oligarcas, terratenientes y obispos, estamos construyendo el Reino de los Cielos.

Somos dichosos porque cuando Bergolio, sus acólitos y sus patrones de Washington y Londres nos injurian, nos persiguen y dicen cosas falsas sobre nosotros, nos alegramos, saltamos de contento porque sabemos que nuestro premio será grande en los cielos.
¡Vade Retro, Satanás! Que Jorge Bergolio y todos sus cómplices lo sepan: la sangre tiene memoria. Perdonamos, pero no olvidamos.
No pudieron, ni podrán.