El sol empieza a salir detrás de los volcanes y en el reflejo del agua ya se divisa la silueta de una lancha que se desliza con calma. Es la barca de Natividad Jarquín Zambrana, un pescador de 46 años que ha hecho del Lago Cocibolca su hogar, su escuela y su sustento.
Aquí, en la mística y poco explorada Isla Zapatera, vive desde siempre. Su vida ha estado ligada al vaivén de las olas, a los secretos que esconde el lago y al ejemplo silencioso de su padre, quien también fue pescador. “Mi trabajo solo ha sido la pesca… desde hace años vivo de esto. Esta es mi empresa, la que Dios me dio”, afirma con orgullo mientras revisa sus redes.

Una infancia sobre el agua
Su historia comienza como la de muchos niños en las islas: en un botecito de madera, con un balde, una cuerda y mucha ilusión. A los siete años ya acompañaba a su papá a pescar. “Cuando él tiraba la atarraya y sacaba los peces, yo le decía: ‘¡Ese grande es mío, papá!’… y como los papás somos alcahuetos, me lo daba”, cuenta entre risas, con una mirada que se pierde en el recuerdo.
Aquellos años eran distintos. La pesca abundaba y con poco esfuerzo regresaban con guapotes, tilapias y otros peces que hoy escasean. “Antes con dos horas ya uno llenaba el viaje para salir a vender. Ahora hay que caminar más, moverse, porque ya no es igual”, explica.

Tradición que se hereda
Con el tiempo, Natividad pasó de la atarraya rudimentaria a redes más modernas que facilitan el trabajo y permiten pescar en zonas menos profundas, más seguras ante la presencia de cocodrilos y tiburones. Pero lo que no ha cambiado es el deseo de enseñar a los suyos.
“Aquí he entrenado a mis hijos, ellos también son pescadores. Si un día el Señor me lleva de esta tierra, quedarán ellos pescando”, dice con una mezcla de nostalgia y esperanza. Enseñar a sus hijos no fue solo compartir una técnica, fue sembrar respeto, paciencia y amor por el lago.
La fe que alimenta
En cada palabra de Natividad hay una fe firme, una creencia profunda en que su labor no depende solo del esfuerzo, sino de algo más grande. “Nosotros dependemos del Señor. Él es el que nos ha bendecido en estas aguas. Cuando comenzamos, tirábamos cinco atarrayas y no salía nada, pero hay momentos que Dios arrima el pescado y logramos atrapar”, comenta.
Para él, pescar no es solo un oficio, es una manera de conectarse con lo divino, con su herencia familiar y con una comunidad que vive del lago. En la Isla Zapatera, la pesca no es solo una fuente de ingreso: es identidad, cultura y legado.

Un lago compartido, un recurso que se agota
Hoy, el mayor desafío para quienes viven de la pesca es la disminución de especies. “Antes pescábamos tres o cuatro personas. Hoy hay muchos pescadores. Ya no alcanza, entonces tenemos que buscar otros lugares: El Anono, Charco Muerto… irnos lejos porque aquí ya no se da como antes”, expresa con preocupación.
Aun así, no hay lamento en su voz, solo la certeza de que hay que seguir. Cada mañana, sin importar la marea o el viento, Natividad lanza sus redes con la esperanza de regresar con algo más que pescado: con la dignidad de quien trabaja con sus propias manos.
Un legado que flota en el agua
La vida de Natividad no es extraordinaria por ser diferente, sino por ser profundamente humana. Es la historia de miles de hombres y mujeres que en cada rincón de Nicaragua se aferran a su tierra, a sus aguas y a sus creencias. Pero en él hay algo que conmueve: la claridad con la que honra su origen y la gratitud con la que habla de su presente.
“Dios le dio una orden a las aguas y a los peces para multiplicarse. Mientras vivamos aquí y le sirvamos, yo sé que Él nos va a seguir bendiciendo.”
Desde la Isla Zapatera, donde la historia se cuenta con redes mojadas y manos callosas, Natividad sigue pescando. No solo peces, sino recuerdos, enseñanzas y una vida que se escribe con el vaivén del agua y la fe que no se seca.
